Con la llegada al gobierno de Estados Unidos del magnate Donald Trump, la aplicación de determinadas acciones políticas y económicas no se hizo esperar. Es el resultado de las promesas de campaña para rescatar a un país que ya está en decadencia y que ya no representa las aspiraciones de los habitantes a nivel mundial.
Las familias que dependían de estas remesas se ven de pronto atrapadas en un ciclo de pobreza: las deudas contraídas para costear un viaje a Estados Unidos permanecen, pero el ingreso desaparece.
Una de ellas son las políticas migratorias aplicadas por la ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas), que han desencadenado una ola de deportaciones masivas que golpea con fuerza a los países más pobres del mundo y, en especial, a los municipios más vulnerables de México.
Estados como Puebla, y particularmente localidades como Acajete, Amozoc, Libres, Oriental y San Salvador El Seco, resienten con crudeza las consecuencias económicas y sociales del retorno forzado de cientos de migrantes que, en su mayoría, habían construido su vida y sustento en el vecino país del norte.
El resultado fue que en las principales ciudades del país norteamericano se desataron varias manifestaciones que exigían la cancelación de estas políticas, que, en lugar de resolver la problemática, presentaban al país que figuraba como el sueño de todos los seres humanos ante el mundo como una zona de guerra y de enfrentamientos con las fuerzas policiacas.
En nuestro país, las afectaciones y consecuencias graves no se hicieron esperar. Familias enteras esperaban que sus paisanos no fueran deportados o encarcelados por la ICE, ya que representan el sostén económico de muchas familias en México, sobre todo en comunidades donde la migración a Estados Unidos no solo es una opción, sino una necesidad ante la falta de oportunidades laborales y salarios bien remunerados.
Es decir, las remesas representan el sustento de miles de familias para invertir en las principales necesidades del hogar. Durante años, los migrantes de Acajete, Amozoc o Libres enviaron dólares que dinamizaban las economías locales: desde la construcción de viviendas y pequeños negocios hasta el financiamiento de estudios y atenciones médicas.
La deportación repentina de estos trabajadores rompe de tajo ese flujo de recursos económicos. Las familias que dependían de estas remesas se ven de pronto atrapadas en un ciclo de pobreza: las deudas contraídas para costear el viaje a Estados Unidos permanecen, pero el ingreso desaparece.
Además, los migrantes deportados regresan sin un plan claro, sin empleo y, muchas veces, sin redes de apoyo suficientes para enfrentar la nueva realidad. En municipios como Acajete, Libres, Oriental y San Salvador El Seco, por mencionar algunos, donde el campo apenas sobrevive y la industria es escasa, el retorno forzado se traduce en un aumento de la precariedad.
La llegada de deportados también genera un fenómeno silencioso: la saturación de los pocos empleos informales disponibles y la caída en el salario promedio. Los migrantes, desesperados por conseguir un ingreso, aceptan trabajos mal pagados, lo que contribuye a deteriorar aún más las condiciones laborales de la región.
El gobierno mexicano ha respondido a las deportaciones con una serie de programas que buscan, en teoría, facilitar la reintegración de los connacionales. Planes como “México te abraza”, que ofrece apoyos económicos únicos, orientación y promesas de empleo, o iniciativas estatales como “Migrante emprende”, intentan amortiguar el golpe.
Sin embargo, estas acciones, lejos de resolver el problema, se quedan en el terreno de los paliativos.
El gobierno de la Cuarta Transformación se queda, ante los ojos de los mexicanos, como un títere ante las decisiones del país vecino del norte, y la ciudadanía tiene que saber que, para cambiar las condiciones de nuestro país —no sólo de los hermanos migrantes, sino de todos los mexicanos—, hace falta un cambio verdadero en beneficio de los más desprotegidos, con acciones que mejoren la calidad de vida de cada uno de ellos aquí en México. Un plan muy lejano de salir a buscar el famoso “sueño americano” que, hoy por hoy, ha dejado de serlo para muchos.
Es necesario que la base trabajadora, que son los verdaderos productores de la riqueza en México, tomen el poder político por la vía democrática formando el partido de los trabajadores y que se cambie el modelo económico que solo trae miseria y destrucción social para muchos y una riqueza para unos cuantos.
La mayoría de los programas se centran en entregas únicas de recursos o en cursos de capacitación desvinculados de la realidad económica local. ¿De qué sirve capacitar a un deportado en oficios urbanos si regresa a un municipio donde no hay industria? ¿De qué sirve entregarle un crédito si no hay clientes con poder adquisitivo suficiente para sostener un negocio?
Lo que se necesita es una política integral de desarrollo regional: inversión en agroindustria, cadenas de valor, parques industriales, infraestructura y acceso a créditos con seguimiento, no solo cifras para el discurso oficial.
Si el gobierno realmente quiere enfrentar el problema, debe abandonar la visión asistencialista y apostar por un desarrollo regional sostenible. Programas de desarrollo que verdaderamente resuelvan el problema, vinculados a la demanda real de la ciudadanía, que los capaciten para actividades que puedan realizarse en su propia región y desarrollar la economía, porque los mexicanos sabemos trabajar y no solo extender la mano como ellos quieren que seamos.
Mientras no se atiendan las causas estructurales de la migración, la historia seguirá repitiéndose: los poblanos seguirán migrando, las familias seguirán fracturándose y los deportados seguirán regresando a un país que, tristemente, aún no les ofrece un lugar digno.
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