El mercado del “bienestar” que propone el consumismo y los políticos crece sin freno mientras se privatiza el sufrimiento y se despolitiza la respuesta colectiva
Vivimos en una época en la que la felicidad ha dejado de ser un estado emocional espontáneo para transformarse en un producto de consumo. La sociedad contemporánea nos dice constantemente que debemos ser felices, no como una posibilidad legítima ni como una búsqueda personal, sino como una obligación.
El discurso hegemónico sostiene que la tristeza, la ansiedad o la frustración son fallas personales y no síntomas de un entorno social desigual.
Se trata de un mandato que atraviesa anuncios publicitarios, campañas corporativas, programas gubernamentales e incluso entornos laborales. Si no eres feliz, algo estás haciendo mal parece ser el nuevo lema cultural.
Este fenómeno no es casual. Forma parte de una industria global que ha convertido el bienestar en mercancía. Según datos de Statista, el mercado del llamado happiness management superó en 2024 los 90 mil millones de dólares.
Libros de autoayuda, aplicaciones de meditación, cursos exprés de mindfulness y gadgets que prometen eliminar la ansiedad proliferan, mientras los índices de depresión y estrés siguen en aumento. La contradicción es evidente: cuanto más se vende la felicidad, más crece el malestar.
El discurso hegemónico sostiene que la tristeza, la ansiedad o la frustración son fallas personales y no síntomas de un entorno social desigual. La precarización laboral, los salarios insuficientes, la violencia de género, el racismo estructural o el acceso limitado a la vivienda quedan fuera del debate.
En lugar de cuestionar las causas colectivas de ese malestar, el mensaje dominante nos insta a resolverlo de manera individual: con yoga, meditación, gratitud y actitud positiva.
Este modelo desplaza la dimensión política del dolor hacia el ámbito privado. Lo que antes podría convertirse en protesta, ahora se traduce en cursos de resiliencia o en publicaciones motivacionales.
Como advierte la socióloga Eva Illouz, la gestión emocional ha reemplazado el análisis crítico. La exigencia de sonreír desactiva la posibilidad de exigir cambios reales: ¿para qué organizarse si basta con ver el lado bueno de las cosas?
Las empresas han comprendido el valor de esta narrativa. Al fomentar un liderazgo emocional que promueve dinámicas de equipo y frases motivacionales, buscan reducir tensiones internas y aumentar la productividad.
Mientras instalan mesas de ping-pong o contratan coaches motivacionales, recortan prestaciones, incrementan la carga laboral y limitan el derecho a la organización sindical. La cultura corporativa sustituye el reclamo por la meditación guiada y convierte la frustración en un problema individual que debe resolverse sin alterar el orden establecido.
Incluso las políticas públicas han absorbido este discurso. Se promete bienestar emocional, pero se ignora el bienestar material. Se habla de felicidad ciudadana mientras aumentan las tarifas, se reducen los programas sociales y se privatizan servicios básicos. No es casual: un individuo que internaliza la idea de que su infelicidad es culpa propia es menos propenso a exigir derechos colectivos.
Frente a este panorama, la pregunta es urgente: ¿quién se beneficia de esta felicidad obligatoria? Claramente, no lo hace la trabajadora que debe atender dos empleos para sobrevivir, ni la familia que no puede pagar la luz, ni el joven que migra porque su país no le ofrece oportunidades.
Quienes capitalizan este mercado son las corporaciones que venden soluciones rápidas a problemas estructurales que ellas mismas contribuyen a generar.
Quizá hoy el verdadero gesto revolucionario no sea aspirar a una felicidad permanente, sino reconocer el derecho a estar tristes, enfadados, agotados. Hacer visible que el dolor no siempre es individual, sino consecuencia de un sistema que precariza y fragmenta. Colectivizar el malestar en lugar de esconderlo puede abrir caminos de organización y cambio.
Porque cuando el poder económico y político insiste en que hay que ser feliz, lo que en realidad dice es: calla, no cuestiones, no alteres el negocio. Y esa exigencia, disfrazada de bienestar, merece ser desobedecida.
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