MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

La organización del pueblo o la continuidad del sometimiento

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México se encuentra nuevamente ante una encrucijada histórica. No es la primera vez que nuestro país se debate entre dos caminos posibles: seguir arrastrando las mismas estructuras injustas que sostienen a una minoría privilegiada, o emprender un proceso profundo de transformación que coloque en el centro a las masas trabajadoras. La diferencia con épocas anteriores radica en que hoy el control ideológico y cultural ha alcanzado niveles sin precedentes, haciendo más difícil que el pueblo identifique sus propios intereses y se organice para defenderlos.

Los medios de comunicación, las redes sociales, la publicidad, las producciones audiovisuales y hasta la educación oficial han logrado construir una realidad paralela en la que la desigualdad parece inevitable y la organización popular, peligrosa.

En este contexto, la organización del pueblo no es solo deseable, sino indispensable. No habrá cambio verdadero mientras los trabajadores no tomen conciencia de que ellos son los creadores de toda la riqueza nacional y, por lo tanto, los únicos con la legitimidad y capacidad para gobernar.

Sin embargo, esta idea, que en teoría es sencilla, se vuelve compleja debido a la forma en que el sistema ha moldeado la mente de millones de mexicanos para mantenerlos dependientes, desinformados o confundidos.

Vivimos en un país donde la mayoría trabaja largas jornadas por salarios insuficientes, donde la pobreza estructural se perpetúa generación tras generación y donde la desigualdad es una herida que jamás termina de cicatrizar.

Aun así, muchos trabajadores consideran “normal” que la mayor parte de la riqueza creada por su esfuerzo termine en manos del patrón o del gran empresario. Este conformismo no es natural ni espontáneo: es el resultado de un bombardeo ideológico que glorifica la riqueza privada, justifica la explotación y criminaliza la protesta social.

La manipulación no ocurre solo en el lugar de trabajo. Los medios de comunicación, las redes sociales, la publicidad, las producciones audiovisuales y hasta la educación oficial han logrado construir una realidad paralela en la que la desigualdad parece inevitable y la organización popular, peligrosa.

Es un mecanismo sofisticado: se convence a la gente de que “cada quien debe rascarse con sus propias uñas”, mientras las élites económicas operan colectivamente, protegidas por leyes, privilegios y alianzas políticas.

Por ello, uno de los desafíos centrales de cualquier proyecto revolucionario es desmontar esas ideas y reemplazarlas por una comprensión científica de la realidad. La educación del pueblo no puede limitarse a lo escolar ni puede reducirse a enseñar habilidades técnicas. Debe formar ciudadanos conscientes, críticos, capaces de analizar el origen de los problemas sociales y de organizarse para resolverlos.

Lamentablemente, el sistema político mexicano ha abandonado esta tarea. Ninguno de los partidos en el poder ha mostrado un interés auténtico en elevar la conciencia del pueblo.

La llamada “4T”, pese a su discurso de cambio, ha reproducido muchas prácticas del viejo régimen. Ha mantenido intacta la estructura de desigualdad y se ha apoyado en el carisma de un líder y ha convertido la participación ciudadana en una simple aprobación popular, no en una construcción colectiva del poder.

El pueblo sigue sin ser protagonista; sigue dependiendo del gobierno, no de su propia fuerza.

En oposición a esta realidad, surge la necesidad de construir un movimiento verdaderamente revolucionario, uno que eduque, organice y movilice al pueblo trabajador. No se trata de improvisar ni de confiar en la espontaneidad.

La historia demuestra que las grandes transformaciones sociales requieren una dirección política clara, un proyecto ideológico sólido y un trabajo permanente entre las masas. Sin esos elementos, cualquier esfuerzo aislado termina absorbido, destruido o desviado por el sistema dominante.

El Movimiento Antorchista Nacional ha sido una de las pocas organizaciones que han asumido esta tarea con seriedad. Con décadas de trabajo cultural, educativo y político, ha formado líderes, ha educado a jóvenes y adultos, y ha organizado comunidades enteras para luchar por mejores condiciones de vida. 

Pero más importante aún: ha construido conciencia. Ha demostrado que el pueblo, cuando se organiza y cuando comprende su papel en la historia, es capaz de cambiar su entorno y mejorar su destino.

El reto es enorme, pero también es inevitable. México no podrá romper el círculo de pobreza, violencia y desigualdad mientras la clase trabajadora no tome las riendas del país. Y eso solo será posible si se construye una fuerza política consciente, cohesionada y educada ideológicamente.

El futuro de México dependerá de la capacidad del pueblo para organizarse y para identificar, más allá de los discursos oficiales, quiénes son sus verdaderos aliados y quiénes son los auténticos responsables de su miseria.

La historia no espera. O el pueblo se organiza para transformar a México, o las élites seguirán gobernando a costa de su sudor y de su vida. La decisión, hoy más que nunca, es colectiva y urgente.

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