Cada año, cuando inicia la temporada de lluvias, los discursos oficiales se repiten como si fueran parte de un libreto ensayado: advertencias, notificaciones, llamados a desalojar zonas de riesgo. Pero, tras ese protocolo de emergencia, lo único que queda claro es la incapacidad o, peor aún, la indiferencia de los gobiernos para atender de raíz un problema que desde hace años tiene nombre y rostro: la pobreza.
Los discursos se repiten cada año, pero la respuesta estructural nunca llega para quienes habitan las orillas del riesgo.
Las lluvias volvieron a mostrar la vulnerabilidad en la que sobreviven miles de familias. Esta vez, los municipios más afectados fueron Cuernavaca, Cuautla y Jiutepec, donde se reportaron afectaciones moderadas, aunque para los afectados cada encharcamiento o deslave representa la posibilidad de perderlo todo.
En el municipio de Amacuzac, las autoridades notificaron a noventa familias asentadas en las laderas de los afluentes. En total, se calcula que al menos 250 familias permanecen viviendo en zonas catalogadas oficialmente como de alto riesgo ante inundaciones y deslaves, mientras que, en lo que va de la temporada, cerca de 700 notificaciones han sido emitidas en Xochitepec, Temixco y Cuautla.
Pero este recuento de cifras no es más que un intento de simular que se está haciendo algo. La realidad es que desde hace años el gobierno estatal se ha limitado a notificar y advertir, sin ofrecer alternativas reales a las familias que habitan en esas zonas.
Las autoridades saben perfectamente que el 99 % de quienes reciben estas notificaciones viven dentro del paso natural del agua: márgenes de ríos, barrancas y arroyos, donde el riesgo es permanente y las tragedias son inevitables.
Estas familias no eligieron vivir ahí por gusto. Llegaron a esos terrenos empujadas por la falta de recursos, por la carencia de políticas de vivienda digna, por la indiferencia de los gobiernos que les ha cerrado las puertas de cualquier otra opción.
Levantaron sus hogares en medio de la precariedad, conscientes del riesgo, pero sin alternativas. Y, mientras tanto, el gobierno estatal sigue mirando hacia otro lado, administrando la pobreza como si fuera un mal menor, como si el peligro de muerte fuera un costo aceptable.
Es ofensivo escuchar cada temporada a las autoridades pidiendo a las familias que evacúen “por su seguridad”, como si salirse de sus viviendas fuera tan sencillo. ¿A dónde van esas familias cuando las aguas suben? ¿Qué refugio les garantiza el gobierno? ¿Por qué el gobierno no los reubica? No existen respuestas porque, simplemente, no hay voluntad para resolverlo.
Hoy, cientos de familias en Morelos siguen condenadas a vivir con el miedo permanente de perder su patrimonio y, peor aún, de perder la vida cada vez que las lluvias arrecian. Y, mientras tanto, los funcionarios estatales siguen limitándose a emitir comunicados y a justificar su inacción con la frase de siempre: “se les advirtió del riesgo”.
Ya basta de discursos vacíos. No se trata de advertir, se trata de actuar. Es urgente que el gobierno estatal asuma su responsabilidad histórica y diseñe un programa integral de reubicación y vivienda digna, que atienda de raíz la desigualdad y proteja la vida de los sectores más vulnerables.
Lo que queda es levantar la voz y exigir, de forma firme y organizada, que este abandono criminal termine. Las lluvias seguirán llegando cada año, pero las muertes y pérdidas se pueden evitar si existe voluntad real de gobernar para todos, y no sólo para los de siempre.
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