Las imágenes se repiten con una crudeza casi ritual: niños arrancados de los brazos de sus padres, redadas en supermercados, fábricas, barrios enteros sitiados por el miedo. Esta vez, no se trata de un eco lejano de la era Donald Trump; son escenas recientes, provocadas por una nueva oleada de deportaciones que, aunque con otro ropaje, siguen el mismo libreto: el migrante como chivo expiatorio de un sistema en ruinas.
La contradicción es brutal: el sistema necesita de los migrantes para sobrevivir, pero su crisis estructural lo empuja a criminalizarlos.
Lo que vemos en las protestas encendidas por estas redadas no es sólo una crisis humanitaria. Es el reflejo de un modelo económico que ya no puede sostener ni siquiera su propia ficción.
El mito de un Estados Unidos efervescente, tierra de oportunidades y crecimiento perpetuo, ha explotado. Y cuando un imperio entra en decadencia, el primer movimiento defensivo es la purga: no de los culpables reales, sino de los más vulnerables, los más explotados.
Aquí la pesadilla americana, el capitalismo estadounidense, incapaz ya de expandirse sin devorarse a sí mismo, ha decidido “depurar” su fuerza de trabajo migrante con la misma lógica con la que desecha maquinaria obsoleta: sin miramientos, sin culpa, sin memoria. Porque no hay que olvidar quién construyó esa maquinaria.
Los millones de migrantes, en su mayoría latinoamericanos, que durante décadas sostuvieron la agricultura, la construcción, la limpieza, los servicios. Fuerza laboral barata, disciplinada, sin derechos. Ellos hicieron funcionar la economía que ahora los expulsa.
La contradicción es brutal: el sistema necesita de los migrantes para sobrevivir, pero su crisis estructural lo empuja a criminalizarlos.
En este contexto, las protestas iniciadas a raíz de las primeras redadas se han ido expandiendo como una mecha encendida por la desesperación. Las calles de Nueva York, Los Ángeles, Chicago y otras ciudades han visto reaparecer las pancartas, las voces, las marchas.
No se trata sólo de una lucha por papeles o por asilo; se trata de sobrevivir en un país que ha dejado de fingir su humanidad. La orden de Donald Trump de intensificar las redadas no fue una decisión improvisada.
Fue una respuesta sistemática a una creciente presión económica y social: mientras aumentan la inflación, la desigualdad y el descontento interno, se necesita una distracción, un enemigo visible.
Y como suele ocurrir, México vuelve a jugar su papel en esta tragedia. Esta vez, bajo el liderazgo de una presidenta que, desde enero, ofreció la estrategia “México te abraza” para atender a los migrantes deportados. Promesas de asesoría legal, empleo, salud y reintegración. El discurso suena bien.
Pero ¿de qué sirve una estrategia nacional para los migrantes cuando ni siquiera se puede garantizar empleo digno, vivienda, salud o educación para los propios mexicanos? ¿Cómo hablar de protección cuando más de la mitad del país sobrevive en la precariedad y una violencia sin precedentes?
La respuesta de la presidenta no es más que una solución maquillada a una orden externa. Y para no variar, una vez más, México se somete a los dictados de Estados Unidos, intentando resolver con paliativos humanitarios lo que es, en el fondo, una exigencia estructural: contener el éxodo que el propio sistema ha provocado.
En lugar de asumir una postura soberana, apostamos por la simulación: programas que no alcanzarán a cubrir la demanda, promesas imposibles de cumplir, y un gasto público que se desvía hacia la resolución de problemas ajenos mientras se abandonan los propios.
Lo que vivimos no es un problema de migración, es un problema del modelo económico capitalista vigente. Mientras sigamos atrapados en una lógica económica que produce riqueza para unos pocos y miseria para la mayoría, no habrá red de seguridad que alcance.
La migración forzada es la consecuencia natural de un sistema que expulsa sin remordimiento alguno a personas como escoria. Y mientras ese sistema siga en pie, los migrantes seguirán cruzando muros, desiertos y fronteras, empujados por la necesidad y recibidos con violencia infrahumana.
La salida no está en más programas asistencialistas ni en reforzar la frontera sur. Está en el cambio radical del modelo económico por uno que distribuya la riqueza producida justa y equitativamente. Se necesita la organización de los trabajadores, dentro y fuera de todos los países maltratados por el imperio, en la construcción de alianzas populares que no se subordinen al capital ni a sus dictados imperiales.
La apuesta debe ser por un mundo multipolar, donde la soberanía no sea una palabra hueca, y donde la vida sea la primicia de la existencia humana.
Porque mientras no entendamos que la migración no es el problema, sino el síntoma, seguiremos repitiendo el mismo guion. Y ese guion sólo conduce a más dolor, más rabia y más desesperación.
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