En cuestión de un mes hemos visto tres tragedias que, aunque las quieran presentar como “accidentes inevitables”, muestran la crudeza de un sistema que desprecia la vida de los trabajadores y del pueblo. El primer caso ocurrió en Escobedo, Nuevo León, donde una pipa explotó en Camino a las Pedreras. El segundo, y el más grave, fue en Iztapalapa, Ciudad de México, 13 personas murieron y más de 40 resultaron heridas tras la explosión de una pipa de gas que arrasó con lo que encontró a su paso. Y el más reciente sucedió en Apodaca, Nuevo León, cuando una pipa y un tráiler chocaron en el anillo periférico provocando un incendio de grandes proporciones. Tres hechos distintos, en lugares distintos, pero con un trasfondo común, negligencia, abandono e indiferencia.
El caso de Iztapalapa no puede dejarse pasar como una simple “tragedia urbana”. Ahí se concentró la brutalidad del problema: familias destrozadas, decenas de heridos y un barrio marcado para siempre por un hecho que se pudo evitar. Esa explosión nos recordó que la vida de los trabajadores y de la población entera está siempre en riesgo, porque se prioriza la ganancia sobre la seguridad. Trece vidas apagadas y decenas más en el hospital no son un accidente, son el precio que el sistema está dispuesto a cobrar con tal de que las mercancías sigan circulando sin detenerse.
Quienes defienden el estado actual de las cosas repiten que son eventualidades propias de ciudades grandes y con mucho movimiento. Pero esa explicación solo sirve para evadir responsabilidades. Lo cierto es que detrás de cada tragedia hay trabajadores sometidos a largas jornadas, choferes mal pagados, unidades que circulan sin el mantenimiento adecuado porque “eso cuesta demasiado”, y gobiernos que nunca supervisan ni regulan con seriedad. Y cuando las consecuencias se materializan en muertes y heridos, el discurso oficial se reduce a “lamentar los hechos” y prometer investigaciones que nunca llegan a nada. La pregunta que nos debemos hacer es directa: ¿qué certeza tiene el pueblo de que está protegido? La respuesta es ninguna. ¿De qué sirve la Ley Federal del Trabajo? De nada, porque la normativa está escrita, pero no se aplica cuando se trata de proteger al trabajador. La vida de los choferes, y con ella la de miles de personas que transitan o habitan cerca de estos vehículos, está puesta en la línea de fuego todos los días. Y lo peor, lo hemos normalizado.
El caso de Iztapalapa es un espejo que debería impactarnos a todos. Si no se actúa, lo ocurrido allá volverá a repetirse en cualquier otra ciudad del país. Y no hablamos solo del trabajador que conduce la pipa. El riesgo alcanza a toda la comunidad, a quienes viven cerca, a quienes circulan por la misma carretera, a quienes estaban en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Eso demuestra que el problema no es individual, sino colectivo, y que las consecuencias se multiplican mucho más allá del trabajador directo.
Frente a esta realidad, la indignación no basta. La protesta tampoco puede quedar atrapada en el lamento inmediato. Es urgente transformar el dolor en conciencia y la conciencia en organización. Estos hechos muestran que la unidad de la clase trabajadora es la única manera de defender la vida frente a un sistema que nos considera desechables.
Necesitamos exigir al gobierno regulaciones reales, inspecciones auténticas y sanciones severas para las empresas que lucran con el riesgo de los trabajadores y del pueblo. Pero, sobre todo, necesitamos unirnos como clase, porque la historia nos ha demostrado que nada cambia por buena voluntad del poder. Cambia únicamente cuando el pueblo, consciente y organizado, toma postura. O seguimos viendo cómo se repiten tragedias como la de Iztapalapa, Escobedo o Apodaca, o decidimos levantar la voz de manera colectiva. O dejamos que nos entierren en silencio, o nos organizamos para que nunca más la ganancia valga más que la vida. Es hora de que entendamos que estas explosiones no son accidentes, son el rostro más cruel de un sistema que privilegia la riqueza sobre el bienestar humano. Y frente a ello, callar es condenarnos a volver a vivirlo.
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