MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

CRÓNICA | Lodo y fuego dejan 80 mil damnificados en Sierra Norte de Puebla

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Asfalto destrozado, troncos caídos, ramas quebradas, toneladas de tierra con escombro y señales viales que ya no conducen a ningún lugar visten el camino rumbo a Huauchinango, en la Sierra Norte de Puebla.

En algunas parcelas, el aire deja un tufo a podredumbre: yacen animales muertos y los buitres, saciados, vigilan desde un voladero. No es la ordinaria calidez de Huauchinango. Ante nuestros ojos, se extienden los estragos que las tormentas tropicales “Jerry” y “Raymond” dejaron en Puebla: 80 mil damnificados, dieciocho muertos, más de cinco desaparecidos, 22 comunidades incomunicadas y miles de hogares reducidos a nada.

“Durante el trayecto encontramos caballos quemados, cientos de árboles chamuscados, vehículos incendiados y casas fragmentadas con sus pertenencias reducidas a cenizas”.

Hora y media más tarde, La Ceiba, en Xicotepec, nos recibe con su humedad en el aire, una alfombra gruesa de lodo y muchos hogares destruidos.

Al fondo de la calle principal de la colonia Everardo Cruz, en La Ceiba, se forma un tumulto de personas. Van vestidas con ropas cubiertas de lodo; las mujeres, preocupadas; los niños, compungidos; los hombres, inconformes.

Nos acercamos con pasos temerosos, cámaras en mano y credenciales de prensa al pecho. Mis ojos perciben un clima lúgubre; el olor a humedad se mete a las fosas nasales. Los escombros se esparcen en el piso. Y los ojos escépticos se posan sobre nosotros.

“Mi esposo está trabajando en los ductos, estoy sola con mis hijos. ¿Ustedes pueden imaginar la impotencia que sentí? ¿Qué hacía yo? ¿Salía y nos ahogábamos? ¿O nos quedábamos a ser incinerados?”, pregunta con rabia contenida una mujer morena, madura, con playera a rayas y short de varón color verde —como las plantas de ornato que adornan las paredes de sus cerros—.

Calza un par de botas de hule con marcas de lodo seco que le llegan apenas debajo de las rodillas. Uno de los periodistas trata de grabar con su cámara todo lo que pasa. Escucho un clic.

“Usted no puede venir a decir que sólo van a censar las casas “cercanas”. ¡A todos nos afectó! Vean nuestras casas, nuestros animales, los perros, caballos, vacas, puercos y gallinas, con los ojos explotados. ¡Ustedes deben garantizar que eso jamás vuelva a pasar! ¡Incluso deben pagar el muro de contención que protege a nuestras familias del río y de las explosiones de sus ductos!”, demanda agitado un hombre de la tercera edad, con el rostro curtido por los años y las extremidades cubiertas de lodo. Su porte refleja valentía y sus palabras claman por la seguridad de sus semejantes.

El panorama es desolador en la colonia Everardo Cruz. El lodo tiene varios centímetros de profundidad; los pies se hunden, pero la cámara avanza. El recorrido apenas inicia y el interés hace que el camino sea más fácil de cruzar.

Cuanto más avanzo, encuentro hombres y mujeres descalzos, otros con zapatos impares; algunos, con suerte, traen botas altas, pero insuficientes para enfrentar las condiciones. Todos llevan marcas de lodo seco de pies a cabeza. Otro reportero hunde los pies en el fango que se aferra a sus botas con una fuerza antinatural.

A lo lejos, el sonido rítmico de cubetazos: jóvenes exhaustos vacían de sus casas lo que el río les dejó dentro. Cruzo la mirada con una señora de tez blanca y una nostalgia profunda en el rostro. Empuña una cubeta y se une al esfuerzo de sus jóvenes vecinos.

En otro punto del mismo patio resquebrajado, cubierto de lodo y con paredes estremecidas que alguna vez fueron azules, una madre mece a un bebé que llora sin consuelo, mientras un niño pequeño intenta calmarlo con sus muecas. ¿Puedo pasar a tomar fotos a su casa? pregunta el reportero con timidez. Le permiten entrar. Clic. El lente captura una escena imposible de suavizar. Su cámara registra sin filtros la crudeza de la realidad que enfrentan en esos momentos por lo menos 400 familias.

Regresa con dificultad por el barro, cada centímetro más denso. Busca entrevistas. Sigue a su compañero hacia una casa que, a kilómetros, se registra devastada: la reja de madera de encino está quebrada y cubierta de lodo; el patio que cruza para llegar a la puerta parece un campo de batalla.

Una estufa que fue blanca yace destruida sobre el piso lleno de cráteres; pedazos de bicicleta se asoman entre el barro; un pozo de ladrillos está cuarteado y contaminado por los residuos de la explosión. Clic. Las paredes de la casa son endebles, el techo de lámina tiene manchas de lodo: el agua superó su altura. Es imposible pasar a la cocina: lo que queda de bienes materiales está hundido casi por completo, aún hay charcos de agua. Clic.

Dentro, una mujer amable nos recibe. Una sonrisa impotente adorna su rostro. Tiene ojos cafés con un brillo especial; sus manos tratan de arreglar su cabello enmarañado y con lodo. 

Se siente avergonzada: “Apenas hoy pudimos trabajar un poco; hasta la leña se llevó el río. Cuando quisimos salir, el agua ya tapaba a mis hijos más pequeños —describe mientras sus manos se alinean con su pecho, tratando de dimensionar la altura de sus niños—. Ya no pudimos. Nos preocupaba el pequeñito. Estaban asustados y nosotros también. Nos resguardamos al fondo de la casa, que está un poco más alto. En la madrugada, la explosión nos obligó a salir. Salimos nadando como pudimos. Mi esposo cargó al más pequeño sobre los hombros y buscamos la loma. El olor a gas era tan fuerte que le dije que me dejara ahí; ya no podía nadar, estaba por desmayarme”, relata con un nudo en la garganta mientras sus ojos se inundan.

A las dos de la madrugada, la explosión de un ducto de “Gas Nieto” obligó a las familias que se resguardaban en sus techos a nadar contra corriente para no ser incineradas. “Cuando salimos, el cielo estaba iluminado en naranja y amarillo; no sabíamos qué había explotado. Mi hija gritó: “¡Se cae el cielo, mamá!”.

No sabíamos si era un tanque de gas o una camioneta, pero el calor llegó muy rápido. No podíamos quedarnos. Ya no nos importó nada, dejamos todo y salimos tratando de escapar. Nos aferramos a nuestros hijos y gritaba a mis vecinos: ‘¡Sálganse, vámonos, vecinos!’. Sólo pensaba en que todos pudiéramos escapar.”

Tres de sus hijos la observan atentamente mientras relata la noche que los marcó. “Mis hijos ya no quieren estar aquí, tienen miedo. Dicen que nos vayamos, que no quieren entrar a la casa… pero ¿a dónde nos vamos?”, se pregunta. Comen un poco de arroz blanco, lo único que tienen ese día. Calzan chanclas enlodadas.

“Lo que yo quiero es que nos ayuden. No pido regalado, en verdad no, no me gusta. Yo soy trabajadora: nos levantamos a las tres de la mañana todos los días a hacer tamales y salimos a venderlos. No tenemos nada, lo perdimos todo. Que nos vendan cosas usadas: un refrigerador, una estufa para poder vender y recuperarnos. Todo se lo llevó el agua. Mis hijos no tienen tenis ni ropa; andan con chanclas, un zapato de uno y otro de otro”, relata doña Gabriela Cruz, con la dignidad intacta después de la tragedia, como si haberlo perdido todo no fuera justificación suficientemente honrada para pedirle apoyos económicos y materiales al gobierno para su familia y otras como la suya.

“Gracias a Dios seguimos con vida. Yo veo cómo en otros lados hubo gente que falleció. En eso pienso: tuvimos suerte entre tanta tragedia porque pudimos salvarnos”, dice.

“¿Es la primera vez que sucede algo así?”, pregunto. Hace unos cinco años, el huracán también nos dejó sin varias cosas. “Y el gobierno ¿los apoyó?, ¿les repuso algo?”. “No, nada. No nos ayudaron en nada. Ahora nos queda confiar. No tenemos otra opción: confiar en que esta vez sí nos ayuden, responde con un suspiro largo, mientras observa con impotencia a sus pequeños comiendo sobre troncos que el río San Marcos les dejó como recuerdo”.

El joven reportero presencia la escena atónito. “¿Qué hará la gente ahora? ¿Con qué vivirá?”, me pregunta. No comprende cómo han salido antes ni cómo saldrán adelante ahora. Cámara en mano, continuamos recorriendo la colonia. Nos trasladan al epicentro de la explosión. Durante el trayecto encontramos caballos quemados, cientos de árboles chamuscados, vehículos incendiados y casas fragmentadas con sus pertenencias reducidas a cenizas. No se puede creer lo que se ve. Asombrados, los reporteros toman fotos. Clic, clic, clic.

La jornada continúa. Regresamos al centro de Huauchinango, donde más vidas arrebató la inclemencia. Visitamos zonas devastadas: Piedras Pintadas —donde una abuelita fue recién encontrada y su pequeño nieto de seis años sigue desaparecido—; Mirador 2 —donde tres hogares de parejas de la tercera edad fueron derrumbados por el deslave y las bardas de un kínder quedaron destruidas—; Chapultepec —donde siete familias perdieron todas sus pertenencias y buscan hogares temporales—; y Monterrey —donde tres familias enteras fueron sepultadas por la tierra. Una familia de cinco integrantes ya había sido velada el día anterior. Minutos antes de nuestra llegada, miembros de Protección Civil encontraron río abajo el cuerpo sin vida de doña Celeste, madre de otra de las familias; su esposo Lázaro sigue desaparecido, y sus dos hijos de 20 y once años luchan por su vida en un hospital de Puebla.

Calle arriba, vemos a un hombre de unos 45 años que porta lentes de sol, algo extraño en una tarde nublada y densa. En una mano sostiene un cigarro, que consume con la mirada fija en el deslave.

Segundos después, identifico lo que ve: una cruz con velas y unas flores de cempasúchil. Detrás de él, una carreta vieja con pala y pico. Le pregunto si conoce a la familia de la casa que aún tiene dos paredes levantadas.

“A ellos no, pero a mi hermano sí. Ahí se quedó con su familia. Se fueron juntos”. Su respuesta corta y contundente hiela la piel de quienes lo escuchamos. Logré ver un par de lágrimas resbalar por sus mejillas y entiendo por qué los lentes. No dijo más. Tomó su carretilla y se retiró. Nadie tuvo el valor de entrevistarlo: una pérdida tan grande doblega la valentía de los jóvenes reporteros. Lo dejamos marcharse.

La noche nos alcanza, pero nuestra tarea continúa. Conseguimos una lámpara improvisada y seguimos documentando: clic, clic, clic. ¿Qué piensas? le pregunto al fotógrafo. Guarda silencio unos segundos.

Tiene la mirada perdida en el camino, como si aún viera las casas rotas y los rostros compungidos bajo la lluvia. Luego habla, en voz baja, como si temiera romper algo:

“Pienso que hay personas en peores situaciones que yo, y que, si está en mis posibilidades ayudar dando a conocer la situación, debo hacerlo. Falta mucha más empatía humana en este tipo de tragedias.

Si fue difícil para mí estar un momento en esos lugares, no imagino lo que fue vivirlo. Hace falta dar más difusión a estas realidades, sobre todo en comunidades alejadas donde los medios no van”.

Hace una pausa. “La situación de muchas personas es más complicada, pero buscarán la manera de salir adelante, y eso es una enseñanza. El señor que perdió su casa y todas sus pertenencias dijo: “No pasó nada o no pasó a más”. Yo pensé: ¿de qué hablas? Te quedaste sin casa. Pero él sólo se fijó en que su esposa e hijos estaban vivos”.

Felipe queda quieto unos segundos, mirando hacia donde el deslave, la neblina y la lluvia son el mismo horizonte. Clic. El camino de regreso es largo y silencioso. A los lados, las casas heridas parecen esperar una ayuda que no llega. Piensan en la gente que se quedó ahí, con el agua hasta el alma, levantando con sus manos lo que el gobierno dejó caer al desaparecer organismos como el Fonden. En su mente se amontonan imágenes: el hombre que perdió todo, la mujer que no dejó de ayudar, los niños con los pies hundidos en el barro.

Comprende entonces que detrás de cada tragedia hay un pueblo que trabaja, que sufre, que resiste y que vuelve a empezar cuantas veces sea necesario, pese a la inclemente naturaleza, pese a la negligencia gubernamental. Al final del día reflexionan: su cámara, su palabra y su presencia no bastan si no sirven para unir esas voces y darles eco, para exigir lo que por justicia les pertenece.

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