Vivimos tiempos extraños. Tiempos donde el dolor humano compite por atención con el nuevo uniforme de un equipo de fútbol; donde los bombardeos reales son menos virales que los bombardeos de goles en una final. Gaza arde bajo el fuego de Israel, Ucrania intenta sostenerse frente a la embestida rusa, miles de migrantes son detenidos, deportados o simplemente desaparecidos en la frontera con Estados Unidos y, mientras tanto, la conversación cotidiana entre los más jóvenes gira en torno al Mundial de Clubes o el Mundial FIFA 2026: quién gana, qué marca patrocina, cuántos millones vale el fichaje, cuántos likes tiene el último comercial de la cerveza oficial.
Una juventud que no piensa es una juventud que no molesta. Una juventud que no participa es una juventud que no se organiza. Y una juventud que no se organiza es perfecta para el sistema: dócil, callada, entretenida.
No es que el fútbol esté mal. Tampoco los sueños, ni la emoción colectiva, ni el deporte. El problema es que el juego se convirtió en una distracción cuidadosamente construida. Lo que antes era barrio y pelota, hoy es escaparate de consumo: una competencia comercial donde se vende todo menos conciencia.
¿Y quiénes son los principales clientes de esta maquinaria? Los jóvenes. La generación que debería estar más comprometida con lo que ocurre en el mundo es la que menos parece interesada. No porque no les importe, sino porque desde niños les enseñaron a no mirar.
Esa fue la jugada maestra: fabricar una juventud desconectada de la realidad. Un sistema educativo que arranca de raíz el pensamiento crítico, que diluye la historia, que convierte la política en un asunto “sucio”, “lejano”, “de adultos”.
Se les dijo que no opinaran porque no sabían lo suficiente. Pero sí se les permitió opinar sobre el nuevo iPhone, sobre quién debe ganar un reality, sobre si Messi o Cristiano son los mejores. La opinión que no incomoda, la que genera clics pero no conciencia, esa sí está permitida.
La escuela, en vez de ser un laboratorio de preguntas, se convirtió en una cadena de montaje de obediencia. No se habla de Palestina, ni de Ucrania, ni de los migrantes. No se debate sobre las potencias, sobre el negocio de la guerra, sobre cómo los medios fabrican verdades a la medida de unos cuantos. En cambio, se enseña a respetar la autoridad, a no levantar la voz, a no discutir de política porque “no es el lugar”.
Mientras los grandes empresarios deciden qué guerras se pelean y qué estadios se construyen, la juventud consume. Consume partidos, camisetas, cerveza, publicidad. El Mundial de Clubes ya no es solo un torneo: es una máquina de marketing diseñada para vender una falsa idea de unión y alegría, sostenida sobre la explotación de trabajadores, la apropiación cultural y el patrocinio de industrias que poco o nada tienen que ver con la salud o el deporte. Refrescos, alcohol, apuestas, comida rápida. La fórmula es vieja, pero funciona.
Lo más grave no es que los jóvenes lo consuman. Lo más grave es que no lo cuestionen. Que no tengan herramientas para mirar más allá del espectáculo. Que crean que estar informados es aburrido, que protestar es inútil, que participar es perder el tiempo. Y no es culpa suya: es el resultado de una estrategia sistemática.
Una juventud que no piensa es una juventud que no molesta. Una juventud que no participa es una juventud que no se organiza. Y una juventud que no se organiza es perfecta para el sistema: dócil, callada, entretenida.
El futuro, sin embargo, les pertenece. Lo que hoy se decide en parlamentos, foros de guerra y tratados internacionales les estallará mañana en las manos.
No se trata de conflictos “lejanos” en mapas desconocidos: se trata de migración, de cambio climático, de inflación, de derechos humanos, de violencia, de decisiones que marcarán sus vidas enteras. El precio de la indiferencia es altísimo. Y nadie se los dice.
La única salida, y no es una frase bonita, sino una urgencia, es la educación. Pero no la que repite fórmulas, no la que castiga el pensamiento, no la que prepara para exámenes y no para la vida. Una educación que politice, que conecte la historia con el presente, que enseñe a identificar las trampas del poder y del mercado.
Una educación que les recuerde a los jóvenes que sí tienen derecho a opinar, a protestar, a organizarse, a exigir. Porque no basta con saber cuántos mundiales ha ganado un club si no sabes cuántas guerras financia tu país.
No sirve de nada conocer los nombres de los delanteros si ignoras el del presidente que firmó el tratado que te deja sin agua. No basta con gritar un gol si no puedes gritar cuando te roban el futuro.
No se trata de renunciar al fútbol. Se trata de verlo como lo que es, un espejo del mundo. Y este mundo está en crisis. Y esa crisis, por más goles que se metan, no se resuelve en una cancha.
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