MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

El reto de la clase trabajadora

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México atraviesa una ruptura histórica, mientras millones de ciudadanos sobreviven entre salarios insuficientes, servicios públicos colapsados y un horizonte cada vez más estrecho, desde el poder se insiste en un relato triunfalista que no resiste el más mínimo contraste con la realidad cotidiana.

El país está cansado, y ese cansancio ya no puede ocultarse detrás de discursos optimistas ni de programas que funcionan como paliativos momentáneos, pero no como soluciones estructurales.

Cada marcha y cada protesta no sólo denuncia la injusticia: despierta conciencia, rompe la resignación y fortalece el músculo cívico que todo país necesita para transformar su destino.

El desencanto no nació ayer: es el resultado de décadas en las que distintos gobiernos prometieron combatir la pobreza, la desigualdad y la corrupción, y terminaron profundizando los mismos problemas que juraron erradicar.

El sexenio de Andrés Manuel López Obrador es un ejemplo elocuente: se proclamó como la gran transformación nacional, pero terminó dejando un país confrontado, con obras faraónicas cuyo beneficio aún es incierto y con millones que siguen esperando la justicia prometida. Cambiaron los colores del gobierno, pero no cambió el fondo del sistema.

En este ambiente de frustración acumulada, amplios sectores sociales han decidido no callar. Las calles se han convertido en el lugar donde médicos, enfermeros, maestros, estudiantes, campesinos y trabajadores de todos los oficios hacen visible lo que el gobierno prefiere ignorar.

Cada marcha y cada protesta no sólo denuncia la injusticia: despierta conciencia, rompe la resignación y fortalece el músculo cívico que todo país necesita para transformar su destino.

Las luchas inmediatas, el acceso a servicios, el mejoramiento salarial, la tierra, la vivienda, la seguridad en el trabajo, han sido esenciales, pero insuficientes. Han permitido aliviar necesidades, pero no cambiar el origen del problema: un modelo económico diseñado para concentrar poder y riqueza, donde unos pocos deciden y millones sostienen con su esfuerzo un sistema que no les devuelve ni estabilidad ni oportunidades reales.

Hoy, más que nunca, México necesita que sus luchas sociales evolucionen, que dejen de ser únicamente reactivas y se conviertan en motores de cambio estructural. 

El país exige una ciudadanía capaz de cuestionar profundamente las bases del modelo económico, de comprender su papel histórico y de participar activamente en la construcción de un nuevo proyecto nacional que no sea administrado desde arriba, sino edificado desde la organización popular, desde la conciencia colectiva, desde la voluntad de un pueblo que sabe que merece más.

El campesinado, por su parte, tiene una responsabilidad estratégica en este momento histórico. Su participación en la transformación del país no puede limitarse a la resistencia: necesita también avanzar en la formación crítica, científica y política que permita entender, con claridad y dignidad, el lugar que ocupa en la estructura económica y la fuerza que puede ejercer cuando actúa de manera organizada y consciente.

El sistema económico dominante se tambalea por sus propias contradicciones. Mientras otros países experimentan nuevos modelos de desarrollo, México sigue atrapado en un esquema donde el poder económico condiciona al poder político. 

Somos más de 60 millones de personas viviendo en pobreza: no es debilidad, es la prueba de que el país tiene un potencial organizado que podría redefinir su historia.

El verdadero dilema nacional es este: ¿seguiremos aceptando un modelo que nos condena a la desigualdad o asumiremos la tarea colectiva de exigir un país distinto, más justo, más humano y más digno?

La respuesta no vendrá desde la cúspide del poder, nacerá, como siempre ha ocurrido, desde la conciencia, la organización y la participación decidida de una ciudadanía que ya no quiere sobrevivir: quiere vivir con plenitud, justicia y futuro.

México está en un punto de quiebre. Si algo demuestra la historia es que las transformaciones no se decretan: se construyen. Y hoy, más que nunca, el país necesita personas dispuestas a construir, cuestionar, organizarse y mirar más allá de la resignación.

El cambio no llegará por voluntad de los gobernantes, sino por la fuerza social de quienes ya entendieron que su destino no puede seguir dependiendo de promesas incumplidas.

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