MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

El campo excluido de la transformación

image

Cuentan las crónicas antiguas que en la tierra del maíz, el frijol y el chile, los dioses se disputaban el favor de los hombres. Hoy, en el México del siglo XXI, esa tierra fértil y milenaria es escenario de una disputa muy terrenal: la de la supervivencia de quienes la trabajan frente a la indiferencia crónica del poder.

Lo que vivimos es el fracaso de un modelo económico que ve al campo como un apéndice, como un espacio de explotación, no como el fundamento de la vida nacional.

La prometida Cuarta Transformación, que se jacta de poner al pobre primero, parece haber olvidado en el camino a los herederos de una de las civilizaciones agrícolas más brillantes de la humanidad. El campo mexicano no está en crisis; está en estado de agonía, y su grito de dolor, expresado en las protestas que recorren el país, es el síntoma más claro de un proyecto nacional que ha traicionado sus principios más esenciales.

No se puede comprender la gravedad del momento sin mirar atrás, sin recorrer el largo calvario de cuatro décadas de despojo sistemático. El campo fue la primera víctima del experimento neoliberal en México.

Con Carlos Salinas de Gortari a la cabeza, se perpetró el gran desmantelamiento: la reforma al artículo 27 constitucional fue una puñalada trapera al corazón del ejido, la institución social más importante surgida de la Revolución. Se vendió la idea de la “modernización”, un eufemismo para la entrega de la soberanía alimentaria.

El Tratado de Libre Comercio, celebrado como la entrada al primer mundo, fue en realidad la sentencia de muerte para millones de pequeños productores, obligados a competir en desigualdad de condiciones con los agronegocios subsidiados de Estados Unidos. La tierra, el mercado, los precios y los insumos cayeron uno a uno en manos del gran capital transnacional.

Lo verdaderamente desmoralizante, lo que hiela la sangre de cualquier ciudadano que creyó en la posibilidad de un cambio, es la constatación de que este gobierno morenista, autoproclamado abanderado de los desposeídos, no sólo no ha detenido esta maquinaria de exclusión, sino que ha pisado el acelerador.

La 4T llegó para romper con los “neoliberales”, pero en el campo ha aplicado el manual con una fidelidad pasmosa. La desaparición de instituciones clave de apoyo al agro, es decir, aquellas que hacían investigación, proveían semillas y extendían el conocimiento, no fue un descuido; fue una decisión política que profundizó la vulnerabilidad del sector.

La renegociación del T-MEC, lejos de corregir los agravios históricos, consolidó un modelo que beneficia al capital extranjero.

Y como si fuera poco el control de la tierra y los mercados, ahora hemos llegado al colmo: la entrega del agua. El tratado firmado en el “segundo piso” de este gobierno, que prioriza el flujo del líquido vital para corporativos transnacionales en detrimento de los productores nacionales, es una claudicación que raya en la traición a la patria.

Es la pieza final de un rompecabezas diseñado para vaciar de sentido la soberanía nacional. ¿De qué sirve hablar de autodeterminación si no podemos decidir sobre nuestro alimento y nuestra agua?

Frente a este abandono, la respuesta de los productores es histórica y desesperada. La amenaza de dejar de sembrar maíz no es una táctica política más; es un grito existencial, es el ultimátum de quien ha sido arrinconado y no ve otra salida.

El maíz no es una mercancía más en México; es la base de nuestra cultura, el sustento de nuestra identidad. Que los guardianes de este grano sagrado estén considerando dejar de cultivarlo debería ser entendido como una señal de alarma máxima, una campanada que anuncia una crisis alimentaria de proporciones impredecibles.

Si este país, cuna del maíz, se ve obligado a importar su tortilla, habremos fracasado no sólo económicamente, sino civilizatoriamente.

La responsabilidad de lo que pueda venir recae exclusivamente en la clase política en su conjunto, pero con un agravante para el gobierno actual: él prometió la transformación. Él se presentó como la ruptura con un pasado de abandono.

Y sin embargo, en el campo, ha sido la continuación perfecta, incluso la intensificación, de las mismas políticas que decía combatir. La inconformidad ya no es sólo de los más pobres; ha contagiado a medianos y grandes productores.

Es el fracaso de un modelo económico que ve al campo como un apéndice, como un espacio de explotación, no como el fundamento de la vida nacional.

El movimiento en el campo es la prueba de que la 4T tiene un pie fuera de la realidad. Mientras se enarbolan banderas de combate a la pobreza, se socava la principal fuente de sustento de las comunidades rurales.

Se construyen aeropuertos faraónicos y refinerías condenadas al fracaso, pero se niega el financiamiento y el precio justo para quien siembra el alimento de cada día. Es una contradicción tan profunda que delata la verdadera prioridad: la obra visible, el gesto grandilocuente, por sobre la transformación estructural y silenciosa que el campo exige.

El futuro se escribe en los surcos. Si los próximos meses ven materializarse la huelga de siembra, enfrentaremos una emergencia nacional que hará parecer pequeñas otras crisis.

El gobierno tiene la palabra. Puede escuchar la demanda legítima de actualizar los precios de garantía y revertir las políticas de abandono, o puede cargar con el estigma histórico de ser la administración que, habiendo prometido el cambio, dejó morir el campo mexicano y, con él, una parte fundamental del alma de este país.

La transformación que no llega al campo, simplemente, no es transformación.

0 Comentarios:

Dejar un Comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados *

TRABAJOS ESPECIALES

Ver más