El imperialismo estadounidense ha aprendido que, antes de emprender una acción militar en cualquier parte del mundo, debe preparar psicológicamente a la opinión pública.
Para ello, construye un discurso justificativo a través de su dominio en los medios de comunicación globales. Así lo hizo en Medio Oriente y en América Latina durante el siglo XX: instaló narrativas que demonizaban a quienes se oponían a sus designios, logrando que sus intervenciones fueran percibidas como una necesidad.
Sabemos que cuando el poder estadounidense busca incursionar en un territorio, el objetivo de fondo es el control político y la apropiación de recursos naturales.
Hoy, ese mismo guion se repite en nuestra región. Se ha creado una narrativa para criminalizar al presidente venezolano, Nicolás Maduro. Ciertamente, no tenemos por qué coincidir con la política interna de Venezuela; sin embargo, es un principio irrenunciable que sólo su pueblo tiene el derecho soberano a decidir el destino político que más le convenga.
El presidente estadounidense proclama su compromiso en la lucha contra el narcotráfico, prometiendo hacer “lo necesario” para eliminarlo. En la misma línea, y sin presentar pruebas más allá de su dicho, acusa al mandatario venezolano de liderar un cartel de drogas. Sobre este pretexto, ha desplegado fuerzas armadas en el Caribe con el declarado objetivo de presionar, forzar una renuncia y hasta lograr la captura de Maduro.

América Latina tiene memoria. Sabemos que cuando el poder norteamericano busca incursionar en un territorio, el objetivo de fondo es el control político y la apropiación de recursos naturales. Venezuela se ha erigido en un símbolo de resistencia ante este intervencionismo, y ha pagado un precio heroico y cruel: sanciones económicas que castigan directamente el nivel de vida de su población.
Como colmo del despojo, el gobierno estadounidense ha autorizado la venta ilegal de Citgo, un activo estratégico venezolano en su territorio, privando al pueblo de una riqueza considerable.
Estados Unidos intenta revivir la Doctrina Monroe, donde sólo el Norte decide el destino del continente. Bajo esta lógica, hemos visto cómo ataca embarcaciones en el Caribe —acusándolas de transportar droga sin presentar pruebas—, con un saldo de al menos 87 personas asesinadas. Todo este operativo, por supuesto, es amplificado y justificado por los grandes medios de comunicación, que difunden las noticias que convienen al poder.

Un documento reciente, la “Estrategia Nacional de Seguridad” de Estados Unidos, lo deja claro: se busca retomar el control de los recursos naturales, ejercer un dominio político sobre la región y bloquear la cooperación económica de otras potencias, principalmente China.
Para los mexicanos, que conocemos en carne propia lo que significa el despojo de un territorio, es vital entender que las amenazas a Venezuela son sólo un capítulo más del plan de dominio imperial.
No se trata de combatir las drogas ni de defender la democracia —siendo Estados Unidos el mayor consumidor mundial de narcóticos, la solución debería comenzar en su casa—. Se trata de negocio y poder. Sólo un pueblo soberano puede construir una verdadera democracia. No con intervenciones extranjeras, sino decidiendo, en plena libertad, lo que quiere ser.
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