En la colonia Clara Córdova, familias enteras enfrentan jornadas que empiezan de madrugada y terminan de noche, con sueldos que apenas alcanzan para cubrir lo indispensable
El despertador nunca suena en casa de Roberto Juárez; no hace falta. Su cuerpo ya está acostumbrado a la rutina del sacrificio. A las tres de la madrugada, cuando todo Amozoc aún duerme, él se levanta en silencio para no despertar a sus hijos. Se enjuaga la cara con agua fría, toma un sorbo de café negro y sale rumbo a la parada del transporte. Afuera, la colonia Clara Córdova todavía está envuelta en la oscuridad de la madrugada.
A las cuatro de la mañana ya camina con paso rápido, como si el cansancio no existiera. A las cinco, mientras el sol apenas asoma, él ya está dentro de la fábrica de pañales a las orillas del municipio de Puebla.
Ocho horas diarias frente a máquinas que no se detienen, bajo el ruido metálico constante y el calor sofocante. “Aquí uno se vuelve parte de la máquina”, dice con voz apagada, resignado a que su vida transcurre al mismo ritmo que las correas de producción.
Roberto gana seis mil 500 pesos al mes. En el papel suena suficiente, pero en la mesa nunca alcanza. El dinero se va en pasajes, comida, servicios y, sobre todo, en la educación de sus dos hijos: uno en el bachillerato y la otra en la universidad.
“No me quejo de trabajar, me quejo de que no alcanza. Es distinto”, murmura mientras sus manos, curtidas por los años, se aprietan entre sí.
Cuando alguien se enferma en la familia, todo se complica. Comprar medicinas significa dejar de pagar otra cosa. “No hay ahorro que aguante, porque uno no gana para guardar, apenas gana para estirar”, confiesa.
Su historia no es única: es el reflejo de millones de trabajadores mexicanos que sostienen al país con jornadas interminables y sueldos que no cubren lo básico. “Dicen que México progresa, que a la gente le va mejor, pero yo me pregunto: ¿a quién le va mejor? Porque en mi casa no lo vemos”, comenta con un dejo de ironía.
La rutina de Roberto es un círculo agotador: despertarse de madrugada, viajar, trabajar, regresar y dormir lo justo para repetir al día siguiente. El cansancio se acumula, pero lo sostiene la esperanza de que sus hijos logren lo que él no pudo: estudiar y romper ese ciclo de pobreza.
En la colonia Clara Córdova la realidad es la misma. “Aquí todos batallamos igual. Unos en fábricas, otros en la construcción o de choferes. Nadie se salva del desgaste, pero tampoco de la pobreza”, cuenta mientras observa cómo los niños del barrio patean un balón desinflado en la calle polvorienta.
A pesar de todo, insiste en la educación de sus hijos. “Lo que yo no tuve, ellos lo van a tener. Aunque me quede sin nada, aunque me enferme, quiero que terminen sus estudios”, dice con firmeza, y en sus ojos cansados brilla una fe que ni la rutina logra apagar.
El salario mínimo, aunque las autoridades presumen aumentos, no alcanza para llenar una despensa, pagar la luz, el gas, el agua y menos aún las cuotas escolares. Roberto lo sabe y lo vive todos los días: “La vida sube, el sueldo no. ¿Quién puede estar tranquilo así?”.
Cuando regresa a casa después de más de doce horas entre trabajo y trayecto, apenas le queda fuerza para cenar con su familia. Pero ese momento, por sencillo que sea, es su refugio. “Cuando los veo, cuando escucho a mi hija hablar de sus clases o a mi hijo de sus sueños, siento que vale la pena”, dice con una sonrisa cansada, pero sincera.
Roberto Juárez es uno de tantos rostros invisibles que sostienen a México. No aparece en las estadísticas oficiales ni en los discursos que hablan de progreso. Su vida es la otra cara de un país donde millones trabajan duro sin recibir lo justo.
Su historia es, al mismo tiempo, una lucha y un acto de amor. Porque, aunque la pobreza y la incertidumbre lo persigan, sigue apostando por un futuro mejor para los suyos. “No quiero riquezas, sólo quiero que mis hijos no vivan lo mismo que yo. Ese es mi sueño, y por eso sigo levantándome cada madrugada”.
En medio de todo esto, el Movimiento Antorchista ha hecho presencia en Clara Córdova con gestiones y obras que han cambiado un poco la vida de sus habitantes. Aún hay carencias, y muchas, pero Roberto lo dice claro: es la única organización que ha demostrado que se puede cambiar la realidad mexicana, siempre y cuando la gente se organice, se eduque y luche por lo que merece.
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