Es impresionante y muy doloroso ver a la multitud regresando a casa: sonrisas, saltos, manos extendidas al aire agitándolas, gritos de alegría, rostros iluminados, ojos vivaces por el brillo que han adquirido al emprender el regreso, el camino a casa, al iniciar el retorno a la patria.
Grande es la patria palestina, herida por el imperialismo estadounidense y europeo, pero defendida por su pueblo; defensa que permitió la respuesta unánime, la solidaridad mundial con ella.
Eso es “la patria”, la vida vivida ahí. Donde se nace, se crece, se desarrolla el hombre como ser humano. Como lo expresó Ramón López Velarde:
“Patria: tu mutilado territorio se viste de percal y de abalorio
Suave Patria: tu casa todavía es tan grande, que el tren va por la vía como aguinaldo de juguetería”.
Grande es la patria palestina, herida por el imperialismo estadounidense y europeo, pero defendida por su pueblo; defensa que permitió la respuesta unánime, la solidaridad mundial con el pueblo palestino, el cual quiere vivir en su terruño. Y su acción de resistencia lo convirtió, en pleno siglo XXI, en la vanguardia de la resistencia.
Decía que es muy doloroso, pues, en contraste con el retorno que genera felicidad y la promesa del cese al exterminio (léase: bombardeo, misiles y bombas cayendo del cielo), destruyen por tierra con tanques y hombres armados que disparan, no contra objetivos militares, sino que disparan y asesinan al pueblo —a niños, mujeres y ancianos—, en tiempo real: se puede ver en las pantallas.
El regreso a casa, sí, pero al regresar ya no hay casa y eso es la patria. Hay desolación, la casa desapareció… ¡aquí estaba! Ahora hay escombros, paisaje sombrío, sin las construcciones donde habitaban, donde vivían las familias con sus hijos.
“Con obscuras y radiosas esperanzas, piensan en el porvenir”, en el futuro luminoso, producto de la dedicación, del trabajo, por construir siempre una vida mejor.
Ante la desinformación de las empresas de comunicación, que buscan rating (léase: “la ganancia”), hay confusión real; pero, al ver y leer la descripción de la desolación que ha generado la clase gobernante de un país que, incluso, no tuvo su origen en esas tierras, se hace evidente la desolación.
Al igual que la clase gobernante de Estados Unidos de Norteamérica, representada por Trump, son migrantes que abandonaron sus tierras de origen —sus antepasados— precisamente por las malas condiciones en que vivían; pero, al llegar a la tierra en busca de un cobijo, acabaron con su población nativa y se enseñorearon sobre ella.
Hoy esa misma clase decide cuándo hay guerra o cuándo hay paz, según reditúe más ganancias, una u otra realidad. Por eso Donald Trump puede estar agrediendo, con los cuerpos armados de su país, a los migrantes que, como sus antepasados, buscaban una mejor vida; y, por otro lado, como el gran protector, declarar y forzar a Netanyahu a la paz.
Israel, por igual, llegó a una tierra que le dieron para construir su casa, pues “no tenía dónde hacerla”, y su voraz clase gobernante no se conformó con lo que le dieron, y sigue arrebatando y destruyendo lo que es de los palestinos para quedarse con ello, con toda la tierra que le resolvía su problema.
La realidad mundial nos muestra hoy la importancia de un pueblo unido, pero exige un pueblo educado con la idea de formar un mundo multipolar que le dé a la raza humana las condiciones de vida necesarias.
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